Nunca voy a exposiciones. Es un hecho, no una decisión consciente. Mi casa está llena de recortes de periódico, recordatorios de eventos, actuaciones, muestras, conciertos; se amontonan de tal manera que cuando hago limpieza descubro que todos ellos transcurrieron y se clausuraron hace mucho tiempo. Un día de estos me sinceraré conmigo misma y admitiré que no tengo voluntad para asistir a nada. Que a alguna parte de mí le gustaría, pero que esa parte siempre pierde frente a la otra, frente a la que prefiere quedarse en casa, en este salón de actos de treinta y cinco metros cuadrados, en el que recibo amigos, se proyectan películas, leo, escribo. En este museo que yo administro y programo, para unos pocos espectadores selectos.
En uno de los papeles que guardo para recordarme esas exposiciones que nunca visitaré, la periodista Ruth Toledano, a propósito de la exposición de Escher en Madrid, recoge unas palabras de éste: "Una persona que tenga una conciencia lúcida de los milagros que la rodean, que haya aprendido a animarse en la soledad, habrá conseguido avanzar todo un trecho por el camino hacia la sabiduría, ¿o acaso es que he perdido el rumbo?".
Iría a la exposición si el propio Escher estuviera en la puerta, para poder darle un abrazo.
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