trato de ponerme
del lado de todos
Por lo que conozco a Ángel no podía haber elegido versos más reveladores para comenzar su poemario. Una de las primeras impresiones cuando se conoce a Ángel es que se trata de un tipo afable y conciliador; al leerle, la primera cualidad que destaca en su mirada es la de ser profundamente compasiva.
Pero la vida, esa profesora cabrona que te enseña a base de palos, se ha encargado ya de hacerle entender algo: es necesario elegir. Una cosa es comprender –ese tratar de ponerse del lado de todos- y otra muy distinta es justificar. Quien justifica todo acaba por ser injusto. No se puede estar con los yonquis y con el cura que los echa de la iglesia; no se puede estar con tu padre y con los que le dieron una paliza y lo tiraron al río. Así que Ángel se ha arriesgado a tomar partido –en realidad lo hizo hace mucho tiempo, aunque él se empeñara en seguir aspirando a la neutralidad-, a ponerse de parte de los débiles, no de forma paternalista ni políticamente correcta, sino huyendo de tópicos e idealismos, haciéndolo a la manera de los auténticos valientes: mostrando, para empezar, su propia debilidad, sus contradicciones, sus egoísmos y cobardías. Y el que esté libre de pecado, por favor, que no escriba poesía.
Ángel -siempre con vocación de minoritario: elegido el último para los partidos de fútbol, vocacionalmente indio en las batallas entre vaqueros y pieles rojas- a pesar de todo ha crecido sin rencores. Podría haber renegado o haberse conformado con su esencia de animal de periferia: pero si eres listo –y alguien que recuerda con detalle, probablemente lo es- lo que harás será apostar fuerte. Y cada superviviente que cuenta su historia es una victoria para los que estamos deseosos de aprender y recordar de su mano.
Hay nostalgia en este viaje, pero no una nostalgia sin condiciones: quizá las mejores meriendas eran las de antes, pero los viejos amigos pueden haberse convertido en perfectos gilipollas. El viaje a Ítaca no es un camino idílico, ni siquiera en sus primeras fases; si se es honesto con los recuerdos, tampoco el regreso a la infancia es un viaje de placer. Ángel se piensa muy bien qué vale la pena guardar en la mochila, para que sea lo menos posible lo que le lastre en el viaje.
Y en este viaje con poca carga, la poesía se desnuda también, sin apenas lirismos ni figuras retóricas. Es en el propio relato cuando los hechos aislados, al sumarse, se convierten en otra cosa, en un discurso con un sentido más profundo. Las anécdotas se van tejiendo hasta convertirse en metáfora que las supera y enriquece. En su poema los indios son indios, pero unos cuantos poemas después, caemos en la cuenta de que los hay que siempre seguirán siendo indios, como siempre habrá alguien que les recalifique la pradera, les extermine los bisontes, los recluya en reservas y encima les acuse de ser diferentes y autoexcluirse. Sobre los pantalones su madre remienda parches fruto de las peleas con los otros críos del barrio, pero los parches se van convirtiendo en cicatrices, unas más visibles que otras, como la que cruza, mira por dónde, el dedo corazón, ese dedo que tiene un bonito nombre, pero que sirve para mandar a tomar por culo a los indeseables. Las pelotas que los chavales mayores mandar recoger a los pequeños son también las pelotas que les faltan a esos aprendices de matones para jugarse la vida o las rodillas. La anécdota se convierte en mucho más, por obra y gracia de las conexiones entre las palabras, entre las historias, y terminan por sobrevolar lo personal para hablar de todos. Y así, cada anécdota acaba siendo un parte de guerra.
Es de esta manera, con estas relaciones entre el poema y algo más, y las de los poemas entre sí, como este libro captura la esencia de la poesía. Porque para mí la poesía es sobre todo la expresión de las ligaduras que unen las cosas de este mundo (y los que quieran pueden hacer una lectura mística de esta idea, aunque no sea necesario irse tan lejos). Por eso, la poesía tiene esta capacidad de salvarnos del vacío: porque lo que hace es lanzar hilos y tejer redes entre los seres, los objetos, las ideas, las emociones. Redes que se convierten en redes de apoyo, de denuncia, de consuelo. La poesía expresa el eco de las voces que se llaman para curarnos de la soledad, para cantar la maravilla y llorar el horror de vivir esta vida bella y terriblemente injusta. Por eso este libro es poesía: porque teje una red que salva del silencio y la invisibilidad a seres vulnerables y asustados. Tiende cuerdas entre recuerdos y reflexiones, entre pasado y presente, entre razones e impulsos, entre los que nos creemos a salvo y los que ya han sido condenados – reivindicados aquí, al convertirse en poema.
Ángel ha optado por no maquillar sus palabras, y hay en su desnudez un punto de crueldad con el lector; para nuestro consuelo, lo equilibra con una sencillez que acompaña sin arrogancias. No se pone por encima de nadie, va al paso con el lector, no se convierte en héroe: el único heroísmo es estar aquí y contarlo todo, hablar del del Chichas y el Binchu que fuimos, de los que se perdieron y lo que perdimos, y recordar que si hoy hemos llegado hasta aquí se debe a las elecciones que tomamos, pero también a los azares que nos favorecieron. Y así será en cualquier camino a Ítaca: seguir decidiendo, seguir exponiéndonos a la suerte.
Y si Ángel no se hace el héroe, algo que hay también que agradecerle es que no se hace el poeta. Hay en este libro una naturalidad que no se imita. No hay afectaciones líricas pero tampoco imposturas de otra índole. El libro está plagado de coloquialismos y tacos, que resultan normales cuando descubrimos que quien habla es un chaval de barrio que se dirige al chaval de barrio que fuimos. Aquí las madres (o la vida) no dan golpes, sino hostias. Las cosas son, o se ponen, feas de cojones. Esto es Aluche, y Leganés, y el Pozo. Esto es el puto mundo real.
Pero en el mundo real, gracias a Ulises y a los dioses, es posible conservar una mirada de niño, que rebusca los tesoros entre la basura: las chapas entre las cabezas de gamba rechupeteadas, la novia que le ruega a uno que aparte su miseria y su insomnio porque, sencillamente, tiene que hacer pis. Igual que cuando el poeta está jodido siempre tiene tiempo de mirar al que está más jodido que él, cuando la mierda amenaza con ahogarnos, siempre se puede rescatar un tesoro que nos salve. Porque no hay triunfo comparable al de captar de repente la ternura en una escena cotidiana. Ángel, cariño, quítate de en medio que me meo. Ante eso, uno sólo puede apartarse y volver a la cama a dormir, sin sueños quizá, pero agradecido al cuerpo que abraza.
Estos poemas están constantemente apelando a esa esperanza básica, el primer rayo de luz que puede hacer que saquemos la cabeza fuera de la cueva en la que nos escondemos: una voz que nos diga que no estamos solos. Nadie en su sano juicio se atrevería a mirar de frente y pelear con la vida a no ser que escuche estas palabras: estoy contigo. Sobre lo que venga después, no hay engaño: si quieres luchar, tienes que abandonar la comodidad, y disponerte a reflexionar, actuar, decidir. Decidir una y otra vez cuál es tu lugar, sin importar que cuando no se está acostumbrado a pelear, o mejor dicho, cuando lo que nos hace tener que partirnos la cara son las circunstancias y no nuestra naturaleza, lo más probable es que casi siempre salgamos cobrando. Luego ya vendrán las madres, la poesía, nuestras novias o amigos a levantarnos.
No sé a vosotros, pero a mí me tranquiliza saber que hay tipos como Ángel, y si hubiéramos compartido infancia y juventud me hubiera gustado compartir bando. Qué coño, aún somos jóvenes, todavía hay ganas de juegos y peleas, y sí, estamos en el mismo bando. Sea para llegar a Ítaca o hasta el bar de la esquina, que quizá son lo mismo.
ANA PÉREZ CAÑAMARES
del lado de todos
Por lo que conozco a Ángel no podía haber elegido versos más reveladores para comenzar su poemario. Una de las primeras impresiones cuando se conoce a Ángel es que se trata de un tipo afable y conciliador; al leerle, la primera cualidad que destaca en su mirada es la de ser profundamente compasiva.
Pero la vida, esa profesora cabrona que te enseña a base de palos, se ha encargado ya de hacerle entender algo: es necesario elegir. Una cosa es comprender –ese tratar de ponerse del lado de todos- y otra muy distinta es justificar. Quien justifica todo acaba por ser injusto. No se puede estar con los yonquis y con el cura que los echa de la iglesia; no se puede estar con tu padre y con los que le dieron una paliza y lo tiraron al río. Así que Ángel se ha arriesgado a tomar partido –en realidad lo hizo hace mucho tiempo, aunque él se empeñara en seguir aspirando a la neutralidad-, a ponerse de parte de los débiles, no de forma paternalista ni políticamente correcta, sino huyendo de tópicos e idealismos, haciéndolo a la manera de los auténticos valientes: mostrando, para empezar, su propia debilidad, sus contradicciones, sus egoísmos y cobardías. Y el que esté libre de pecado, por favor, que no escriba poesía.
Ángel -siempre con vocación de minoritario: elegido el último para los partidos de fútbol, vocacionalmente indio en las batallas entre vaqueros y pieles rojas- a pesar de todo ha crecido sin rencores. Podría haber renegado o haberse conformado con su esencia de animal de periferia: pero si eres listo –y alguien que recuerda con detalle, probablemente lo es- lo que harás será apostar fuerte. Y cada superviviente que cuenta su historia es una victoria para los que estamos deseosos de aprender y recordar de su mano.
Hay nostalgia en este viaje, pero no una nostalgia sin condiciones: quizá las mejores meriendas eran las de antes, pero los viejos amigos pueden haberse convertido en perfectos gilipollas. El viaje a Ítaca no es un camino idílico, ni siquiera en sus primeras fases; si se es honesto con los recuerdos, tampoco el regreso a la infancia es un viaje de placer. Ángel se piensa muy bien qué vale la pena guardar en la mochila, para que sea lo menos posible lo que le lastre en el viaje.
Y en este viaje con poca carga, la poesía se desnuda también, sin apenas lirismos ni figuras retóricas. Es en el propio relato cuando los hechos aislados, al sumarse, se convierten en otra cosa, en un discurso con un sentido más profundo. Las anécdotas se van tejiendo hasta convertirse en metáfora que las supera y enriquece. En su poema los indios son indios, pero unos cuantos poemas después, caemos en la cuenta de que los hay que siempre seguirán siendo indios, como siempre habrá alguien que les recalifique la pradera, les extermine los bisontes, los recluya en reservas y encima les acuse de ser diferentes y autoexcluirse. Sobre los pantalones su madre remienda parches fruto de las peleas con los otros críos del barrio, pero los parches se van convirtiendo en cicatrices, unas más visibles que otras, como la que cruza, mira por dónde, el dedo corazón, ese dedo que tiene un bonito nombre, pero que sirve para mandar a tomar por culo a los indeseables. Las pelotas que los chavales mayores mandar recoger a los pequeños son también las pelotas que les faltan a esos aprendices de matones para jugarse la vida o las rodillas. La anécdota se convierte en mucho más, por obra y gracia de las conexiones entre las palabras, entre las historias, y terminan por sobrevolar lo personal para hablar de todos. Y así, cada anécdota acaba siendo un parte de guerra.
Es de esta manera, con estas relaciones entre el poema y algo más, y las de los poemas entre sí, como este libro captura la esencia de la poesía. Porque para mí la poesía es sobre todo la expresión de las ligaduras que unen las cosas de este mundo (y los que quieran pueden hacer una lectura mística de esta idea, aunque no sea necesario irse tan lejos). Por eso, la poesía tiene esta capacidad de salvarnos del vacío: porque lo que hace es lanzar hilos y tejer redes entre los seres, los objetos, las ideas, las emociones. Redes que se convierten en redes de apoyo, de denuncia, de consuelo. La poesía expresa el eco de las voces que se llaman para curarnos de la soledad, para cantar la maravilla y llorar el horror de vivir esta vida bella y terriblemente injusta. Por eso este libro es poesía: porque teje una red que salva del silencio y la invisibilidad a seres vulnerables y asustados. Tiende cuerdas entre recuerdos y reflexiones, entre pasado y presente, entre razones e impulsos, entre los que nos creemos a salvo y los que ya han sido condenados – reivindicados aquí, al convertirse en poema.
Ángel ha optado por no maquillar sus palabras, y hay en su desnudez un punto de crueldad con el lector; para nuestro consuelo, lo equilibra con una sencillez que acompaña sin arrogancias. No se pone por encima de nadie, va al paso con el lector, no se convierte en héroe: el único heroísmo es estar aquí y contarlo todo, hablar del del Chichas y el Binchu que fuimos, de los que se perdieron y lo que perdimos, y recordar que si hoy hemos llegado hasta aquí se debe a las elecciones que tomamos, pero también a los azares que nos favorecieron. Y así será en cualquier camino a Ítaca: seguir decidiendo, seguir exponiéndonos a la suerte.
Y si Ángel no se hace el héroe, algo que hay también que agradecerle es que no se hace el poeta. Hay en este libro una naturalidad que no se imita. No hay afectaciones líricas pero tampoco imposturas de otra índole. El libro está plagado de coloquialismos y tacos, que resultan normales cuando descubrimos que quien habla es un chaval de barrio que se dirige al chaval de barrio que fuimos. Aquí las madres (o la vida) no dan golpes, sino hostias. Las cosas son, o se ponen, feas de cojones. Esto es Aluche, y Leganés, y el Pozo. Esto es el puto mundo real.
Pero en el mundo real, gracias a Ulises y a los dioses, es posible conservar una mirada de niño, que rebusca los tesoros entre la basura: las chapas entre las cabezas de gamba rechupeteadas, la novia que le ruega a uno que aparte su miseria y su insomnio porque, sencillamente, tiene que hacer pis. Igual que cuando el poeta está jodido siempre tiene tiempo de mirar al que está más jodido que él, cuando la mierda amenaza con ahogarnos, siempre se puede rescatar un tesoro que nos salve. Porque no hay triunfo comparable al de captar de repente la ternura en una escena cotidiana. Ángel, cariño, quítate de en medio que me meo. Ante eso, uno sólo puede apartarse y volver a la cama a dormir, sin sueños quizá, pero agradecido al cuerpo que abraza.
Estos poemas están constantemente apelando a esa esperanza básica, el primer rayo de luz que puede hacer que saquemos la cabeza fuera de la cueva en la que nos escondemos: una voz que nos diga que no estamos solos. Nadie en su sano juicio se atrevería a mirar de frente y pelear con la vida a no ser que escuche estas palabras: estoy contigo. Sobre lo que venga después, no hay engaño: si quieres luchar, tienes que abandonar la comodidad, y disponerte a reflexionar, actuar, decidir. Decidir una y otra vez cuál es tu lugar, sin importar que cuando no se está acostumbrado a pelear, o mejor dicho, cuando lo que nos hace tener que partirnos la cara son las circunstancias y no nuestra naturaleza, lo más probable es que casi siempre salgamos cobrando. Luego ya vendrán las madres, la poesía, nuestras novias o amigos a levantarnos.
No sé a vosotros, pero a mí me tranquiliza saber que hay tipos como Ángel, y si hubiéramos compartido infancia y juventud me hubiera gustado compartir bando. Qué coño, aún somos jóvenes, todavía hay ganas de juegos y peleas, y sí, estamos en el mismo bando. Sea para llegar a Ítaca o hasta el bar de la esquina, que quizá son lo mismo.
ANA PÉREZ CAÑAMARES
(más información en el blog de Ángel Muñoz, Voltios, Desde las lindes del sur. Un honor para mí escribir el prólogo a este pedazo de poemario.)
1 comentario:
el honor es mútuo.
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