Siguiendo con el tema del anterior post, en lo referente a las películas lo tengo más fácil. Gracias a la mula -y a mi adicción a la mula- tengo cientos de películas disponibles, y es más fácil elegir y descartar. El otro día me puse una película que se me pasó en su día: El dulce porvenir, de Atom Egoyan. A Egoyan le había seguido hace mucho tiempo, cuando era joven (más joven, Enrique Ortiz) y asidua a la Filmoteca.
Tampoco pude terminar de verla, no me atrapaba (la película, para quien no la haya visto, trata de las repercursiones que tiene para todo un pueblo el accidente del autobús escolar en el que mueren los niños que viven en ese pueblo). Aparte de mi problema de concentración, me resultaba demasiado fría y dura a la vez, sin resquicios. Sin embargo -y esto me hace pensar también en mi creciente gusto por lo concreto, por el detalle, más que por la historia larga- hay una escena que me pareció maravillosa. El abogado que representa a las familias, padre de una hija adolescente y conflictiva, cuenta que, cuando era pequeña, la niña estuvo a punto de morir por la picadura de una cría de araña. El abogado, su mujer y la niña estaban de vacaciones en una casa en la montaña, alejados de cualquier pueblo u hospital. Por teléfono, un médico le dice que suban los tres al coche, que el más tranquilo de los padres lleve a la niña detrás, tranquilizándola, para que su corazón no vaya a demasiada velocidad y no ayude al veneno a propagarse por el cuerpo, mientras el otro conduce. Deciden que sea el padre, más sereno porque es capaz de disimular su pánico, el que acune a la niña en el asiento trasero, mientras la madre conduce. El médico le dice también que ha de llevar preparado un cuchillo por si la garganta de la niña se hinchara tanto que dejara de respirar; le explica cómo ha de hacer para practicarle una traqueotomía. Durante el viaje, el padre mece a la niña con uno de sus brazos, mientras le canta una nana, y en la mano libre porta el cuchillo. Interiormente reza para no tener que usarlo, mientras se convence a sí mismo de que llegado el caso podrá hacerlo y no le temblará el pulso. Esa es la imagen que vemos en pantalla: un bebé que mira a su padre con ojos temerosos y llenos de amor, y a su lado una mano que sujeta un cuchillo.
Qué queréis, es la mejor metáfora que alguien me ha mostrado sobre la paternidad.
1 comentario:
Pero si eres una cría, Ana. Me encantó esa peli; la he visto un par de veces. Me vuelve loco ese ambiente de invierno, ese silencio espeso (manido, sí, pero es así), las miradas, la calma atroz del pueblo. Qué buena disección haces, Ana. Un abrazo.
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