En aquel pueblo sin colegio ni biblioteca, el niño ciego se dejaba guiar por el aburrimiento. El tiempo vacío era para él su perro lazarillo, que le llevaba a paso lento por los caminos que rodeaban el pueblo.
Una mañana de otoño, al recoger una hoja seca, el niño ciego siguió con la yema de su dedo índice las nervaduras. En la hoja del álamo estaba escrito un chiste, y el niño rió entre lágrimas de risa y de sorpresa. Se agachó para coger otra hoja, y al acariciarla descubrió que el sauce era poeta. De camino a casa, arrancó una hoja de roble y en ella leyó la carta que el árbol había escrito para el viento del norte y que empezaba así: “Querido viento del norte. No te des prisa en venir”.
Cuando llegó a casa, le contó a su abuela lo que había leído en las hojas del otoño. Entonces la abuela se subió la falda, estiró su pierna y llevó el dedo del niño ciego hasta su muslo. Al calor de la lumbre, él leyó en las varices de la abuela las viejas historias de sus familiares muertos.
El otoño se abrió para él como un tomo de pastas doradas, la antología de todo lo importante y lo sencillo.
1 comentario:
Inteligente y sencillo, con una preciosa imagen de intimidad, cariño y sabiduria en los afectos familiares y en la intuición poética del tacto.
Taller de invidentes es un librito inconcluso de poemas a revisar aún, que participa de esta idea tuya, tan bien resuelta en el cuento.
No hay una ceguera, hay muchas. Hay ciegos que ven lo real e importante mucho mejor que nosotros los videntes convencionales:
"Lo esencial es invisible a los ojos" dijo El Principito. Así lo siento yo también, desde muy niño, cuando aún no sabía que lo sabía ya.
Tu Víktor
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