Uno de los rasgos que se perciben
en la escritura de Ana Pérez Cañamares (1968) en su poemario Las sumas y los restos es la humanidad.
Cualquiera puede llegar a entender el poemario si posee esa cualidad. Sin
embargo no es un rasgo neutro. Ana Pérez Cañamares practica una humanidad
militante, una humanidad combatiente. Es por esta razón por la que algunos de
sus versos, tras una faz de dulzura, dejan un mensaje profundo, corrosivo, de
los que se recuerdan.
Las sumas y los restos es un poemario que ganó el Premio de Poesía
Blas de Otero en la convocatoria de 2012. Está dividido en seis partes. Cuatro
vienen conformadas por los puntos cardinales. Dos más se unen para encontrar Los tesoros y un Epílogo.
Recuerdo haber tenido la ocasión
de leer un libro en el que aparecían algunos poemas suyos, 23
Pandoras, editado por Baile del Sol. Aquel era un poemario en el que
alzaban la voz un conjunto de mujeres. De alguna forma también era un libro
militante. Han pasado más de cuatro años desde aquello. Probablemente podríamos
decir que la autora y su poesía han crecido.
Pérez Cañamares parece
plantearnos una brújula vital. Una brújula con la que cada uno de nosotros
podemos sentirnos cercanos porque aquello de lo que habla es parte también de
nuestras vidas: habla de pequeñas grandes cosas de lo cotidiano. Y ella misma,
quizá como un propósito, lo viene a señalar desde un principio (p.18):
“Si aprendiera a cuidar lo
pequeño
lo grande permanecería a salvo”
Toda una declaración de
intenciones que se va desgranando a lo largo del libro. Sin embargo en lo
pequeño también hay luchas y reivindicaciones y derechos que proteger y vidas
que proteger y eso también está en su poesía, por eso alza la voz (p.47) y dice:
“A la revolución por el hartazgo”
Y a veces para llegar a
conclusiones nos obliga a hacer un inventario de nuestras propias miserias, de
los cuerpos dejados en las cunetas, de las vidas desperdiciadas en aras de
ideales que sólo han favorecido a unos pocos. De la bota que pisó y sigue
pisando y para ello hace falta no olvidar y dejarlo por escrito, aunque se
repita, precisamente para que no se repita (p. 32):
“Dicen que a los supervivientes
de los campos
les dolía la primavera. Cómo
podían los árboles
retoñar sobre las fosas comunes”
Versos de una humanidad crítica
que no se limitan a señalar, a recordar, tienen propósito de continuar hasta
nuestros días, por eso añade en el mismo poema:
“En el infierno la primavera era
una ofensa.
Aquí es una burla: mostramos por
una ventana
un paraíso prometido que siempre
cae en lunes”
Y por si hay duda de que de
aquellos polvos vienen estos lodos, o dicho de otra forma como los
hechos se
suceden unos a otros hasta llegar a la actualidad, demostrando que toda
historia es cíclica porque la estupidez humana también lo es, añade
(p.30):
“Sé que es la hora del telediario
porque me siento carroña”
Es una voz cercana la que nos va
llevando de un tema a otro, de un hecho a otro, no hay artificios, las palabras
son simples, los finales de los versos son claros, meridianos, contundentes.
Tras la suavidad de la voz, la palabra deviene grito y conclusión. Y la
conclusión no nos deja descanso (p.23):
“ahora soy por fin una niña que
balbucea
fascinada por la belleza
de
su fracaso”
Y, en realidad, su fracaso es el
nuestro, porque lo que dice podría decirlo cualquiera de nosotros, porque sus
palabras sienten a ras de piel y a ras de tierra. Palabras que son contornos
que nos envuelven (p.36):
“Nos miran sin entender para qué
o quién vestimos
por qué nos acicalamos para ir al
matadero”
No hay remedio posible. Así lo
señala. No queda más que vivir aunque vivir no sea un remedio (p.42):
“Pero el remedio es imposible:
a la vida –siempre distinta-
el miedoso la llama amenaza”
A veces la mirada de la autora
muestra una desgarradora sensatez (p. 44) y da la impresión de que en cualquier
momento pueda tirar la toalla (p. 51):
“solo si la palabra humanidad
es sólo una palabra de cuatro
sílabas”
Pero no hay tregua que pactar, no
hay espacio para sentirse vencido, hay que levantarse y buscar nuestro lugar.
En el de la autora los animales tienen su hueco. Se percibe su ternura, su amor
y su defensa (p.59):
“Al final un arañazo para dejar
bien claro
que la ternura no es una mercancía”
Hablaba de una humanidad
militante, cuando me refería a la poesía de Ana Pérez Cañamares. Hay veces en
las que me siento particularmente inclinado a acercarla a la de Antonio
Orihuela. Probablemente encuentro puentes entre ambos. Por el mismo camino
entiendo cuando los demás nos señalan, lo entiende la autora, cuando negamos
las tergiversaciones y no nos sentimos culpables más que para ironizar (p.57):
“Los errores no están tanto en mi
vida (…)
El error está en cómo interpreto
todo:
la mala traductora que soy”
Y pasadas las heridas, llegan
también los recuerdos, las partes de nosotros que dejamos atrás, que también
tienen cabida en Las sumas y los restos
(p.101):
“Nosotros no teníamos pueblo.
O mejor dicho: habíamos tenido
y nos lo habían quitado”
Los recuerdos también traen dolor
(p.85):
“En este mundo la muerte no es
definitiva.
Sólo la crueldad extiende su
imperio.
Y así llevamos cuarenta años,
como aquél”
Alusiones a las guerras, a la
dictadura. También recuerdos de las pérdidas cercanas (p. 113):
“Desde que murió,
mi madre me está leyendo.
Ya no soy su hija.
No soy una preocupación”
Es inevitable extraer
conclusiones, como hace la autora (p.109):
“La cadena más pesada caería
si mirara al pasado como
a un hijo recién nacido, o
como a un padre recién muerto”
Que las conclusiones nos sirvan
para vivir (p. 96):
“Hubo un tiempo en que la vida
y el mundo eran pareja.
Ahora se están divorciando”.
El libro termina en Los tesoros, que contiene algunos de los
pasajes más tiernos recordando a los padres que fallecieron. Y extrae su propio
epílogo.
Las sumas y los restos de Ana Pérez Cañamares, humanidad combativa,
lecciones de vida hechas poesía. Porque poesía y vida son lo mismo.
LUIS VEA
Extraído del blog Reseñados
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