El blog de Ana Pérez Cañamares - poeta

jueves, marzo 15, 2012

Texto de presentación de Culpa de Pavlov, un poemario de Sofía Castañón



Cuando disecciono y destrozo a un animal vivo, oigo en mi interior el amargo reproche de que con una mano brutal y torpe estoy estropeando un mecanismo artístico incomparable.



Ivan Pavlov



Con esta cita se abre el poemario Culpa de Pavlov. Aún no he comenzado a leer los poemas de Sofía cuando ya me asalta la primera pregunta: ¿en qué lugar va a situarse ella: el del animal o el del científico? Pregunta ingenua por mi parte: Sofía Castañón nunca va a ponernos las cosas fáciles. Su poesía está demasiado anclada a la vida como para proponer soluciones simples.



Para responder, lo mejor sería dejarme de introducciones y leeros sus poemas; quizá tardaríamos menos y con toda seguridad disfrutaríamos más. Yo me quitaría esta culpa de entrar al poemario bisturí en mano para diseccionar un mecanismo artístico vivo, misterioso, único. Y comprobaríais, como yo, la eficacia de Sofía para inocularnos y contagiarnos con sus dudas, sus preguntas, sus desasosiegos. Puede que algún verso os siguiera hasta la cama y se colara en vuestros sueños. Así es Sofía: ofrece tanto como exige; su lectura es tan enriquecedora como implacable. No da lugar a la autocomplacencia ni al victimismo. Leerla siempre nos hace sentir que hemos dado un paso más en el camino de la extrañeza, del misterio de estar vivos. Que somos más sabios a fuerza, eso sí, de que el suelo se nos haya hecho abismo.



Mientras vamos leyendo este poemario y decidiendo si nos sentimos más cerca del animal diseccionado o del científico diseccionador, Sofía nos va dando un paseo por su intimidad. Nos coge de la mano y gracias a su desnudez, a su honestidad, sus poemas se despliegan como las habitaciones de una casa. Hay en este libro, y es una de las cosas que me hacen sentir muy cercana a él, toda una teoría de las casas. Casas que Sofía nos presenta en su condición de laboratorio. Porque como ignorantes que somos estamos siempre experimentando y analizando los resultados de las pruebas. Y a menudo no nos queda más remedio que reconocer cuán fallidos han resultado nuestros experimentos. Y probablemente, entonces, es tiempo de mudarse.



Así termina uno de los poemas del libro:


Y por favor
que nadie olvide
recoger ese músculo,
-como el ventrículo izquierdo
de un animal de carga-,
de encima del tocador
o de la nevera.


Pero no
limpien el goteo, por favor,
que no digan
que de esta casa se fueron
sin dejar rastro.


De casa en casa, viene a decir Sofía, arrastramos nuestros enseres, los aperos con los que trabajamos la normalidad, los testigos mudos de nuestros análisis y descartes. De casa en casa arrastramos nuestras precarias certezas y nuestros propios restos, los que han sobrevivido a los experimentos que nos trajeron hasta aquí. Esos pedacitos esparcidos, esos miembros diseccionados son los que dan cuenta de que estuvimos vivos; con ese desgaste tienen que contar aquellos que nos acepten rotos, incompletos.



Y con el miedo, claro, cargamos con el miedo. El miedo es el casero al que nunca podemos echar. Él tiene las llaves de todas nuestras casas y no hay mudanza que lo engañe. Somos ese cerrojo/rudimentario/inútil, dice Sofía. No hay puertas blindadas que lo dejen fuera; aunque de vez en cuando lo droguemos, lo anestesiemos con cerveza, poesía o amor.



Mientras el miedo cabecea en un rincón, Sofía habla, habla con palabras que parecen surgidas de un estado también alterado. Son como palabras susurradas entre sueños, cuando uno sueña con su vida pero con una perspectiva diferente. Las cosas se reconocen pero a la vez tienen otro brillo, una lucidez de mesa de quirófano. En los sueños uno no se mientre. Se confunde, se equivoca, pero no se miente. Los sueños tienen sus propias reglas, no las convenidas de la vigilia. En ellos, el tiempo se estira y se comprime, como este poemario, que parece breve, pero no lo es. El sueño se convierte en abismo. El animal diseccionado en científico, y viceversa.

(Y no sería justo pasar por alto la contribución a este ambiente onírico, de lucidez extrema, casi cruel, los dibujos de Antonio Ruiz Montesinos).


El libro termina y creo haber respondido a algunas preguntas: la poesía es la disección. El poeta es Pavlov. El poeta es el animal. Sofía es la niña que desea que la estudien, que la expliquen, y que años después está estudiándose, explicándose. Los poemas son pedacitos de vísceras. Termino mi disección de su disección, y observo que aunque algunas preguntas estén contestadas, el misterio continúa.


Como en el experimento de Pavlov, segregamos saliva al escuchar la campana que anuncia la comida. Donde se dice comida, entiéndase amor, miedo. Aprendemos a esperar tanto uno como otro; tratamos de estar alerta para reconocer las señales. Y sólo reconociéndonos como autómatas, rendidos a pulsiones que no controlamos, como seres dependientes, podremos quizá, alguna vez, tener las fuerzas y la lucidez para no caer o huir cuando saltan los mecanismos aprendidos.


Dos últimos apuntes, surgidos después de la lectura: si no quisiéramos recorrer el camino a casa, ¿para qué leer? Si no nos equivocáramos, ¿para qué escribir?


ANA PÉREZ CAÑAMARES

1 comentario:

Octavio Gómez Milián dijo...

magnífico!!! gracias,
besicos desde zgz
o.