Estas últimas elecciones me han recordado mucho a aquellas primeras: por las elecciones en sí y por la presencia de mis padres (ahora ausencia), más añorados que nunca los veintes de noviembre. Así que copio aquí, con la bendición del antólogo, Gsús Bonilla, mi relato para la antología Al otro lado del espejo, publicada en Ediciones Escalera.
QUINCE DE JUNIO DE 1.977
Era un día de estreno, aunque bajo nuestros pies no se extendiera una alfombra roja. Lo que pisábamos de camino al colegio electoral era la tierra de las calles de Aluche, todavía sin cubrir por el asfalto.
Mis padres me habían explicado cómo funcionaba todo el proceso –los partidos, los candidatos, el día de la votación, el parlamento- y yo había visto, atenta pero sin sacar nada claro de ninguno, a los políticos tiesos como marionetas soltar sus parrafadas en la televisión. A pesar de lo mucho que me irritaba que interrumpieran mis programas favoritos, había llegado a comprender la importancia de todo aquello, e incluso me sentía expectante. Lo que no comprendía era la contención que demostraban mis padres, que no es que estuvieran tristes, pero tampoco parecían contentos. Incluso el día de las elecciones en casa reinaba una especie de solemnidad distante: como si fuéramos a asistir a la boda de un familiar al que no se aprecia mucho, o al entierro de un muerto que no duele demasiado. Yo no sabía entonces que la alegría llega a tiempo, o no llega nunca.
Así que voy feliz, con el vestido beige de calle que llevé en mi primera comunión, caminando entre mis endomingados padres. Papá vestía un traje gris con corbata negra y mamá llevaba un traje de chaqueta y una blusa, se había peinado con rulos, y recordaba a la muchacha de su foto de bodas, aunque ella se había casado de negro. En aquel momento no caí en que aquel traje de novia de hacía cuarenta años y la corbata de mi padre estaban teñidos de luto, y que todo aquello tenía que ver con muertos más de lo que yo podía imaginar. Pero es que con todo lo que yo no entendía, con todo lo que no se había dicho en aquella casa, podrían haberse llenado todos los espacios electorales del mundo.
- ¿Y esto es un colegio electoral?
Era decepcionante. Ante nosotros se alzaba un edificio gris y rectangular, rodeado por una superficie de cemento. En la fachada decía “Centro de Formación Profesional”. Pensé, sencillamente, que mis padres, novatos en tareas democráticas, se habían equivocado. Por lo triste y feo, bien hubiera podido ser la cárcel de Carabanchel, cercana a nuestra casa.
- ¿Seguro que esto no es la cárcel?
- No, hija, no, esto no es la cárcel. La cárcel es más grande y hay más gente. Anda, vamos dentro.
Dentro no era mucho mejor. Nada más entrar lo que se descubría era un caos de pupitres arrinconados y puestos unos encima de otros. Las ventanas estaban enrejadas y en las paredes no había cartulinas de colores ni pósters ni mapas. Era como si estuviéramos en una prisión de la que acabaran de fugarse los presos. Y lo cierto es que la gente con la que nos encontramos parecía tan desubicada como presos borrachos de libertad.
Mis padres se detuvieron delante de unas hojas que estaban colgadas en la pared; ya me habían contado antes que allí era donde uno se buscaba para saber en qué mesa le tocaba votar. Les llevó largo rato encontrar sus nombres, y pensé que quizá con los nervios habían olvidado sus apellidos. Cuando por fin se localizaron en la lista, echaron a andar pasillo adelante. Yo no podía creerme su despiste.
- Oye, ¿y yo qué? ¿Yo dónde voto?
Los dos se volvieron a la vez, con la misma cara de incredulidad. ¿Era posible que yo…? Pues sí, yo estaba totalmente convencida de que el futuro de España también era cuestión mía.
- Pero, hija…
No me gustaba la sonrisa con la que mi madre vino hacia mí. Con todas las veces que hubiera dado lo que fuera por verla sonreír, aquella sonrisa no me hizo ninguna gracia.
-…pero si tú no eres mayor de edad…
- ¿Mayor de qué edad?
Después de haberme explicado todo, se les había olvidado aquel pequeño detalle. Amenacé con un berrinche, pero mamá, por muy enternecida que se sintiera, no iba a permitir por primera vez y menos en aquel momento una demostración de sentimientos en público. Así que agarró mi mano y tiró de mí a través del pasillo. Vi pasar a toda velocidad y entre incipientes lágrimas las papeletas alineadas sobre grandes mesas, y al verlas así, letras negras sobre fondo blanco, las letras formando rayas, se me vinieron a la mente los trajes de los presos. No podía imaginar cómo mis padres, que siempre estaban al corriente de todas las posibles decepciones por adelantado, abortando cualquier conato de ilusión, me habían dejado llegar hasta allí sin ponerme delante la dura realidad de que España no contaba con los ciudadanos de nueve años para dar su gran paso.
Y de repente siento a papá que viene por detrás, me coge del brazo y me suelta de mamá. Coge una de las papeletas y agachándose me la muestra, mientras reclama silencio con un dedo en los labios. Como si estuviera mala del estómago y me diera un caramelo estando prohibidos. Yo leo un nombre que me resulta familiar, pero estoy todavía demasiado ofuscada para ver con claridad.
Miro a papá y me encojo levemente de hombros.
- ¡Coño! –dice mi padre sofocando un grito, ya casi escandalizado por mi estupidez- ¿Quién va a ser? ¿Quién se llama así? ¡Tu hermano!
Todavía sigo sin comprenderlo del todo. ¿Por qué mi hermano aparece con el número 1 al lado de su nombre y debajo de unas siglas que no puedo descifrar? Le arranco a mi padre la papeleta de las manos y corro hacia mi madre, a sabiendas de que, de toda la familia, es la persona menos capacitada para mentir. Se la pongo delante de los ojos y veo en ellos una mezcla de sentimientos que los cruzan a ráfagas: algo de orgullo disuelto en una gelatina de miedo.
Sólo es necesario que mueva ligeramente la cabeza y mire hacia mi padre con reproche para que yo entienda que es verdad: mi hermano se está presentando a las primeras elecciones de la democracia.
- Pero ¿por qué no me habíais dicho nada? ¿Y cuál es su partido? ¿Ha salido en la tele?
Y mamá decide que aquello ha ido ya demasiado lejos, así que corta mi perorata llevándome a trompicones hasta una sala; en ella, sentados tras unos pupitres, hay unos hombres –casi todos con mostacho, unos con traje, otros en mangas de camisa- que parecen preparados para juzgarnos. Callo y atiendo al ritual, medio escondida tras mi madre. Ella saca del bolso su carnet de identidad, pronuncia tímida su nombre, extiende un sobre al hombre que está sentado en el centro –yo me preguntó cuándo ha cogido ese sobre, y si dentro estará la papeleta con el nombre de mi hermano-, y creo ver que su mano tiembla ligeramente mientras introduce el sobre en una urna de cristal. Casi nos sobresaltamos cuando el hombre dice en voz alta: “Amparo Cañamares García vota”.
De camino a casa, vamos los tres en silencio. Ya se me ha olvidado que las niñas de nueve años no tienen potestad para elegir en qué clase de lugar quieren vivir. Lo que ha pasado es mucho más emocionante que meter un sobre en una urna. Voy haciendo elucubraciones, del pasado al futuro, encajando piezas. Por eso, por que mi hermano se dedica a la política, pasa largas temporadas fuera de casa; por eso parece alguien con mucho en qué pensar; por eso, acarrea carpetas y papeles que mis padres esconden –posibles secretos de estado; por eso, sus llamadas son recibidas con un respingo, porque seguro que siempre tiene algo interesante que contar; por eso, llama gente extraña preguntando por él y mi madre no suele decirle a nadie su paradero para que no le molesten.
Tenía la impresión de que mis padres no querían hablar de ello, para no variar, pero yo me las bastaba y sobraba para hacer conjeturas. Sólo a la hora de comer, no pude más y pregunté:
- Le habréis votado a él, ¿no?
Papá no levantó la vista del plato, mientras mamá afirmaba muy seria:
- El voto es secreto.
Decidí que aquello era un sí. Sabía que mi madre era una persona que odiaba los líos, pero, ¿cómo iba a ser capaz de cometer la traición de no votar a su propio hijo?
Fue por la noche, viendo un western en el que por supuesto ganaban los buenos, cuando de sopetón vi la luz: “!Va a ganar! ¡Mi hermano va a ganar!”. Era obvio, tenía que se obvio para todos. No sabía lo que había contado mi hermano en su espacio electoral, pero al verle todos tenían que haberse dado cuenta del gran tipo que era mi hermano. Todos tenían que saber que era la primera persona que me había llevado al cine, la primera que cuando cayó una nevada, convenció a mi madre para que yo me saltara el colegio, me calzó mi gorro de lana y mis botas de agua y me había llevado a conocer la nieve –y no me culpó ni yo le culpé de la pulmonía que cogí después; que siempre me traía algo a la vuelta de sus viajes, ya fuera un sacapuntas o un cinexin; que era la persona que más hacía reír a mamá, y eso era hacernos reír a todos; que era capaz de pelear con alguien que estuviera pegando a su perro; que contestaba a todo lo que yo le preguntaba, aunque le llevara un rato encontrar la respuesta adecuada; que me ponía música aunque fueran canciones siempre tristes, porque hablaban de gente que había muerto por querer cambiar el mundo; que era alto, y guapo, aunque llevara aquella barba que picaba tanto cuanto te abrazaba.
No podía haber candidato mejor. No podía haber un gobernante mejor. En este país no habría colegio cuando nevara; todos los niños tendrían juguetes y hasta en los telediarios harían bromas; nadie trataría mal a los animales, las cárceles se vaciarían y los centros de formación profesional se llenarían de cartulinas y mapas y pósters de colores; las cosas se hablarían cara a cara a la hora de la comida, ya fueran asuntos de muertos o de vivos; y después de hablar de todo y de escuchar una vez más las canciones tristes, todo se olvidaría, se dejaría atrás todo aquello que había hecho de mis padres unas personas preocupadas y pesimistas.
Por la mañana, al despertar, me quedé un rato más en la cama saboreando el futuro que nos esperaba. Luego me levanté y fui a la cocina, donde estaba sentada mi madre, separando las lentejas buenas de las malas. Me senté junto a ella sin decirle una palabra. Pobrecita, a ella que no le gustaban nada los problemas, y ahora tendríamos que mudarnos y vivir una nueva vida y ver nuestras fotos en los periódicos. Aunque todo fuera para bien, sabía que iba a costarle acostumbrarse. Decidí dejarla tranquila un ratito más hasta que hubiéramos acabado con las lentejas, y luego ya le pregunté, tan segura de la respuesta que sólo me parecía un trámite, si ya habían anunciado en la radio que mi hermano había ganado las primeras elecciones de la democracia.
ANA PÉREZ CAÑAMARES
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