El blog de Ana Pérez Cañamares - poeta

martes, febrero 27, 2007

Sueños ilustrados

Como me voy de viaje unos días, cuelgo otros viejos artículos, para que quien se pase por aquí me encuentre.

SUEÑOS ILUSTRADOS

Puede que nos sorprenda el punto de vista que ha elegido nuestro subconsciente –que arrepentido a mitad de la narración, lo cambia sin consultarnos- o una cantidad desproporcionada de personajes secundarios, o la circularidad de algunas situaciones, que impide el avance de la trama. Pero a veces los sueños se parecen a la literatura de la buena, de la que transmite verdades, revelaciones y obsesiones en forma de historia, como si dentro de nosotros papá o mamá nos siguieran contando cuentos para sumergirnos en el sueño.
Me gustaría contaros uno de esos sueños cuyo recuerdo ha permanecido conmigo desde la adolescencia:
Estoy en una habitación, sola, sentada frente a una mesa camilla, con un libro abierto delante de mí y una pila de libros a mi derecha. De repente, la puerta de la habitación se abre y entra un hombre fornido, vestido de negro. “Dese prisa”, me dice. “Se le ha acabado a usted el tiempo”. Al principio no sé a qué se refiere, pero su semblante solemne me revela que está hablando del Tiempo, o sea que este hombre oscuro y circunspecto es un funcionario al servicio de la Muerte. “Pero, mire”, le digo señalando el montón que espera sobre la mesa,”mire todos los libros que aún me quedan por leer”. Él repite que ya no tengo tiempo para más libros, y yo le ruego que, al menos, me deje terminar el que tengo entre manos. Niega con la cabeza y yo, resignada, me levanto para seguirle, mientras rápidamente paso las páginas que me quedan para llegar al final, intentando saber cómo termina la historia.
Juro que no se trata de ninguna licencia poética y el sueño es absolutamente cierto. Me imagino que cualquiera que lea esta columna sabrá a qué angustia se refiere el sueño, más allá de las comunes al resto de los mortales: la finitud, la muerte, etc, etc. Refleja ese momento que creo que todos los que aman la literatura han debido de vivir: aquel en que uno se da cuenta, con el pequeño terremoto interno que acompaña a las ideas obvias cuando por fin se encarnan en nosotros, de que no va a tener tiempo suficiente para leer todos los libros que quisiera leer, que siempre habrá alguno que se quede en la estantería o del que ni siquiera tengamos noticia, y que el placer de olerlo, abrirlo, navegar por sus páginas, nos estará para siempre vetado por nuestra condición de finitos.
Recuerdo a menudo este sueño. Cuando paso delante del escaparate de una librería, o cuando entro en mi estudio y veo los libros no leídos acumulados sobre la mesa o en las estanterías, y no sólo libros, sino los cientos de páginas impresas de artículos, cuentos, entrevistas sacadas de internet.
Esta obligada limitación en la lectura tiene que ver no sólo con cómo elegimos los libros que leemos, cómo discriminamos uno a favor de otro, por qué confiamos en una editorial o en un nombre o en la recomendación de un amigo, o simplemente nos dejamos llevar por una corazonada. Esas últimas páginas que en mi sueño paso a toda prisa me hacen pensar además en esa tesitura en la que me he visto alguna vez: ¿sigo leyendo esta obra?, ¿merece que le entregue mi escaso tiempo?, ¿guardará para más adelante el secreto que me hará devorarla hasta el final?
Cuando era una cría, leía los libros que mis hermanos dejaban cerca, y por muy difíciles que me parecieran, tenía la norma de no dejarlos jamás dejaba sin acabar. El acto de abrirlos llevaba parejo el compromiso de darles su oportunidad hasta la última página. Luego llegó la carrera y la falta de tiempo y también de interés en algunas materias, me hizo leer libros tales como los Autos Sacramentales –que me perdonen quienes lo crean herejía- de diez en diez páginas, lo justo para salir del paso en exámenes y trabajos.
Ahora, cada vez que comienzo un libro, lo hago con ilusión, dándole toda mi confianza; lo cual no quita que si después de un número de páginas que puede variar, el libro y yo no hemos tenido un flechazo o no nos hemos caído bien, lo deje para otro momento... o quizás para nunca. A veces reconozco que mi madurez como lectora no es la suficiente; otras, el tema no me captura o me resulta en exceso desagradable. Y todo esto dando por descontado que el libro que llega hasta mí ha pasado ya antes un filtro, no leo todo lo que cae en mis manos o todo lo que veo anunciado en las páginas culturales o todo lo que me recomiendan mis amigos lectores.
No obstante, no me he librado del todo de la angustia de aquel sueño. No es que, como debía de hacer en algún momento, aspire a leerlo todo, ni siquiera todo lo que hay que leer. Me preocupo de forma más concreta por la pila de libros de mi mesa, que supongo que es el símbolo que el tiempo ha dejado de aquella antigua e imposible preocupación. Y también es verdad que hace tiempo ya llegué a una idea consoladora –y algo mística-, y que me resulta difícil de explicar, porque más que una idea es una sensación: la de que son los libros los que eligen sus lectores, con mejor criterio que si fuera al contrario; y más aún, que los grandes libros no son diferentes entre sí, sino que son distintas expresiones de aquello que es necesario saber, como un mismo eco escuchado desde distintas montañas.
Una duda queda que no he podido despejar: ¿cuál era aquel libro que sostenía entre mis manos en el sueño?
¿Y cómo terminaba? ¿Moría el protagonista?

1 comentario:

Enrique Ortiz dijo...

Alucinante el sueño, Ana, qué sentido de la responsabilidad lectora tenías. Las elecciones son difíciles, más cuando se trata de leer. En cada una de esas elecciones estamos rechazando un montón de libros que, a lo mejor, eran el nuestro. Pero tal vez no importe demasiado. Un abrazo.