Le había dicho (en voz bajísima) le había suplicado cállate por favor, el magnetofón está grabando de la radio, no hagas ruido, sabes que me interesa, está grabando Rey Arturo de Purcell, hermosísimo, puro. Pero ella, displicente, pérfida, mala pécora, arriba y abajo con su terco taconeo por el mero placer de verle enfurecerse y luego carraspeaba y luego tosía (a propósito) y luego hacía como que se reía sola y encendía la cerilla procurando hacer el máximo ruido y luego más pasos resonando arriba y abajo con arrogancia, y mientras tanto Purcell, Mozart, Bach, Palestrina, los puros y divinos cantaban inútilmente, ella miserable pulga, piojo, angustia de la vida, así no se podía seguir.
Y ahora, después de tanto tiempo, él hace funcionar la vieja atormentada cinta, vuelve el maestro, el divino, vuelven Purcell, Bach, Mozart, Palestrina.
Ella ya no está, se fue, le abandonó, prefirió abandonarle, él no sabe ni siquiera vagamente qué ha sido de ella.
Ahí están Purcell, Mozart, Bach, Palestrina, suenan, suenan estupidísimos, malditos, nauseabundos.
Aquel repiqueteo arriba y abajo, aquellos tacones, aquellas risitas (la segunda sobre todo), aquel aclararse la garganta, la tos. Eso sí, música divina...
Él escucha. Bajo la luz de la lámpara, sentado, escucha. Petrificado sobre el viejo desfondado sillón, escucha. Sin mover en lo más mínimo ninguno de sus miembros, escucha sentado: aquellos ruidos, aquellos versos, aquella tos, aquellos sonidos adorables, divinos. Que ya no existen, que nunca volverán a existir.
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