El otoño trasiega con las emociones, y con el cielo cambiante voy saltando de una lectura a otra.
Releo los cuentos de Cheever. Releo dos cuentos de Cheever: "Adiós, hermano mío" y "Una visión del mundo", el primero y el último respectivamente de la antología La geometría del amor. En la nota de introducción al cuento que cierra el volumen, Rodrigo Fresán recoge un fragmento de los Diarios de Cheever, que dice: "Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento -creo entreverlo en sueños-, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras feurzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correo, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo".
Leo también Todos nosotros, los poemas completos de Raymond Carver. Admiro las bodas perfectas que en él hacen la expresión sencilla con la sutileza y la complejidad del mundo que observa. Veo su vida, la dimensión consoladora de su escritura, el proceso de creación mientras observa y selecciona, le veo verse, apiadarse, dolerse, clamando por "intentar separar lo que está bien de lo que está mal".
Releo la novela Incendios, de Richard Ford. Una novela precisa y emocionante, que habla de la pasión, del terreno devastado que deja a su paso y de cómo se sobrevive al fuego, sin dejar de ser contenida y elegante, como lo es desde su comienzo: "En el otoño de 1960, cuando yo tenía dieciséis años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él".
Voy de una habitación a otra, persiguiendo el silencio, arrastrando los tres libros bajo el brazo. Los dejo junto a mí y mientras decido cuál abrir, me considero afortunada. Es como una cita con viejos amigos que tienen todo el tiempo del mundo y disfrutan cediendo la palabra, escuchando al otro. Parece que nada nuevo podrían contarme, y sin embargo, por debajo de lo sabido, de pronto aparece una capa más profunda, un destello de intimidad, un detalle único, el destello de la dignidad, y es entonces cuando me parece que me prestan sus ojos y me siento cerca de saber cómo es su vida vivida desde dentro, el mayor regalo que alguien te puede hacer, sobre todo en una tarde de lluvia.
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