Por Miguel Ángel Mala
Adolescente fui, en días idénticos a nubes…
Hay pocos versos más acertados en la historia de la literatura, más eficaces y certeros, porque definen como un dardo conceptos escurridizos. Ana Pérez Cañamares aprovecha una parte del verso, la que define, para dar título a este conjunto de lienzos, de duración corta en general, donde caracteres enormemente atractivos actúan en situaciones cotidianas. Y sin embargo, consigue que dichas situaciones revistan un trasfondo simbólico y nos transporten a momentos de nuestra propia vida que podríamos recordar mucho tiempo después de haber cumplido los ochenta años, en los que los días eran idénticos a nubes pasajeras, nubes que se sucedían sin descanso, como si jamás fueran a dar a un fin, porque durante la infancia –y adolescencia- uno aún tiene la impresión de que va a vivir para siempre.
Asistimos a escenas llenas de vida y de inocencia, de amor o frustración o incomprensión o un comienzo de comprensión de cosas que antes resultaban remotas, desconocidas e inasibles. Y es en la mesura, en la maestría narrativa, en una deleitable ingenuidad, donde los cuentos de este libro me recuerdan al mejor Chéjov. Por su virtuosismo en aparentar no decir nada diciéndolo todo, por su sencillez, por sus destellos de humor suave y bien templado. Por su cotidianidad, por su genio.
En mi opinión, los personajes infantiles o adolescentes se resisten a ser modelados, pues aún no se han forjado del todo, están, por así decirlo, a medio hacer en muchos aspectos, y se caracterizan por una indefinición, un vacío de experiencia, un ansia por encontrar la identidad que no ayuda demasiado a la hora de crear personajes con fuerza y autonomía. Sin embargo, si se sabe poner el acento en la forma en que se busca esa identidad, en la energía que desprenden y su práctica carencia de prejuicios, se pueden llegar a trazar las líneas de personajes poderosos, al igual que los mejores realistas del XIX, por ejemplo Dickens con esos niños tan auténticos de Oliver Twist, David Copperfield o Grandes esperanzas.
Quizás también me recuerde a Carver, por supuesto, porque casi nadie ha sabido como él poner un corazón latiendo sobre una mesa, un corazón humano despojado del resto del cuerpo, reducido a su esencia, a su sentir primordial y definitivo, en situaciones del día a día, y hacernos sufrir o alegrarnos o compadecernos o madurar con las vivencias de otros. Como cuando, en «Caballos en la niebla», la mujer y el hombre se pelean con la certeza de que su matrimonio se ha ido a pique y nada será capaz de remediarlo. Y esos caballos en la niebla, esos caballos que surgen de la nada, como apariciones fantasmales o símbolos lorquianos de un destino de lo menos trágico, convierten sus problemas en detalles de un mundo lejano, al lado de aquella visión, de los caballos perdidos en la niebla pastando mansamente a la puerta de la casa de campo, agitando crines y cabezas peludas en tanto que devoran con meticulosidad los brotes tiernos de la hierba en medio de la noche. Algo así es el celofán del personaje Mario, de ese niño que superpone tiras de colores a una televisión para que John Wayne cabalgue sobre el arco iris. Algo así como caballos en la niebla que perfuman con su naturaleza de sueño el blanco y negro de la realidad cotidiana. Doy gracias a la autora, Ana Pérez Cañamares, por haber escrito esta maravilla.
(Texto extraído de la página Factor Crítico. !Mil gracias!)
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