37.
Tú no lo sabes,
pero tu cuerpo desemboca en un océano
azul y tembloroso de quejidos.
Todo ocurre mientras yo te velo.
Del fondo sube un oleaje estremecido,
una espuma de tragedias trabadas con historias infantiles
que tú relatarás cuando despiertes
con digno aspaviento de brazos
y ridículos suspiros.
(Nunca, nunca he soltado tu mano).
De los pies te suben imágenes descalzas
que rezan en una lengua desconocida;
las burbujas de su boca encierran los dioses que el mar ha desterrado;
su corte de violines marinos y túnicas de hilos de sal
no logra impresionarte.
Tú sólo reconoces
la desnudez y la blancura de los cuerpos,
tan pálidos, sinceros y entregados
que a ti sólo se te ocurre
ponerte a escribe sobre ellos.
O asustarte de tu imagen.
Por las rodillas ya vienen
gaviotas de ojos desencajados
que sólo quieren picotear tu sexo.
No duele, ¿verdad? Tú duermes.
Tampoco duele la llave que enterraste en el fondo de tu pecho
y que deja mis dudas reducidas a cenizas de presente.
Sólo duele la letanía que se desgrana como una fruta madura;
quiero hacer callar la voz ronca de las olas,
quiero detenerla,
que tantos meses de cuidados no sean finalmente una mancha en el suelo.
Pero a tu pecho, a tu pecho impermeable
nada llega.
En tu pecho ha florecido un desierto.
Un solo camino (la más dulce cicatriz de la noche)
lo cruza de un hombro al cuello.
Quiero que mueras de sed mientras el mar te escala las piernas.
Quiero que mueras de sed antes de atreverte a derribar el dique-mártir que es mi cuerpo.
Quiero que me llames con los labios secos surcados de deseo.
Yo, yo te estaré esperando en los paisajes más extraños.
ANA PÉREZ CAÑAMARES (A LOS VEINTE AÑOS)
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