Tres mujeres arcanas como ángeles,
dobladas como viejos manzanos,
que, en una de las ventanas de la fachada,
ayudándose de lupas,
agujas finales como el cabello y relucientes
tijeras, separan el entramado de la urdimbre
y recortan lo que en caso humano
sería tejido enfermo.
Raspaduras, rasgones y deshilachados,
cortes, quemaduras y manchas
de ácidos, hilos sueltos
de la línea de puntada
por la tensión que provocan menudas,
insignificantes aberturas que
en una psique enferma
formarían un laberinto mortífero.
A esas manos duras como astas,
a esos ojos pulidos como el acero,
los hilos con los que trabajan
deben de parecerles tan duros
como las cuerdas de un barco, el cableado
de una grúa, pero de todos modos aún
agachan la cabeza y muestran la dentadura
para mordisquear un nudo sobrante.
Sólo de vez en cuando alzan
la vista para mostrarte
cuánto más hermosas que esos dobladillos
de seda y sarga son las prendas
de la mente, aunque cuánto
más benignos los utensilios que usan
que los procedimientos de la mente
para el perdón y la reparación.
Y en tu soledad te das cuenta
de la forma tan gentil que tienen de concluir
la tela, la solicitud
con que sujetan los bordes desgastados
para unirlos, con qué severa
pero amable indiferencia empuñan
sus tijeras sanadoras:
el perdón, la reparación.
(Último poema de su libro Reparación, publicado por Bartleby Editores)
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