Ayer hizo tres años que murió mi madre. Sí, el 20-N, ella que fue antifranquista toda la vida. Quizás fue una forma de venganza. Le quitó todo el protagonismo al enano, como le llamaba.
Tenía cáncer y alzheimer. La quería mucho, pero tenía un carácter fuerte y una visión pesimista de la vida, contra los que yo me empeñaba en defenderme sin éxito. Luego llegó la enfermedad y la muerte, y con ellas me dio una lección de sencillez, alegría y dignidad, y ya no tuve defensa posible.
Le escribí este poema:
Llamabas al gato de la foto
y ya temblábamos todos,
como si la locura fuese un sarpullido
que nos quemara la piel del corazón.
Al principio luchábamos con ella:
te negamos los cuadros animados,
te lavamos con lejía los falsos recuerdos,
echamos a la calle
a los sueños venidos a visitarte desde el pueblo.
Pero el gato de la foto,
el caballo bautizado sobre tu mesilla,
el pobre de Murillo al que le ofrecías pan,
todos eran más fuertes que cualquier prospecto,
que la receta más juiciosa.
Nos rendimos a tu nueva realidad
como a una fiesta en la casa de al lado,
porque allí no mandábamos ya
ni hijos ni médicos ni plazos.
Todo derogado por la enfermedad de la alegría,
esa a la que fuiste inmune
cuando eras más joven y estabas sana,
y destilabas un perfume de tristeza
que nos acompañaba cada mañana al colegio.
Aunque de algún modo siempre supimos
que otra mujer, despeinada y coqueta,
vivía a un centímetro bajo tu piel.
Mientras tuviste fuerzas allí se mantuvo
hasta que al final la descorchaste
y ella salió espumosa, rubia,
desvergonzada como sólo puede serlo
una anciana rebosante de inocencia.
Y rendidos nos dejasteis, tú y ella,
pequeños en la distancia,
atareados con tus pañales ocres,
con las inyecciones rojas de la desmemoria.
Mientras tú, cada vez más libre,
tomabas lo mejor de cada uno
y nos amasabas como muñecos de hierba y barro,
dándonos a luz con el mismo rostro de la primera vez.
Nos dejaste dormir siestas a tu lado,
volver a tu madriguera,
lamerte las llagas que te florecían
en el cuerpo arrasado.
Cada vez más santa,
tú misma abriste la puerta de salida.
Nos quitaste el miedo
en un aletear de pecho.
Acallaste las palabras erigidas sobre columnas;
nos besaste en la frente
con el amor bordado en las mejillas.
Nos pediste permiso para irte
porque sólo lo invisible podía abrazar tu cuerpo
sin hacerle daño.
Antes de llevarte, la muerte nos miró a los ojos.
Ya no verá el sol, dijo,
ni la lluvia ni las amapolas de junio.
Será ella la que llueva cada otoño,
la que amanezca.
El jazmín que os asaltará como un dulce ladrón
en las esquinas.
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